sábado, 25 de enero de 2014

La caída

Había estado defendiendo su aldea por un tiempo. Una espesa oscuridad se había cernido sobre la vida de todos los que vivían en ella. En el horizonte, para donde se mirara, una neblina negra ofuscaba la visión, evitando que entraran los rayos del sol.

Los ojos de oscuros demonios se posaron sobre esta situación. Era una tentación demasiado grande, ¡una aldea entera y todas sus vidas para consumir! Noche tras noche enviaron sus huestes, aullando y gritando, asestando mordiscos furiosos, debilitando cada vez más a los aldeanos.

Lo único que los mantenía a raya era su valor. Oleada tras oleada sostenía la embestida con su fulgurante espada cercenando el aire, su ancho escudo protegiendo la vida de quienes lo rodeaban y su brillante armadura dorada la única luz que podía verse en la aldea.

La gente de la aldea vivía cada vez más en la congoja, las cosechas se pudrían sin la luz del sol, el frío arreciaba y las escuetas ramitas que eran capaces de brindar los árboles no alcanzaban a encender más que unas débiles chispas. Su fuerza se iba debilitando.

Una noche, cercana a navidad, la oscuridad avanzó. La gruesa neblina negra comenzó a cerrar el cerco, asfixiando la vida de los aldeanos.
Él no podía contener todos los frentes, ¡eran demasiados! Pero aunque le llevara la vida, no iba a dejar de intentarlo. Corría por los muros, lanzando estocadas, derribando demonios a diestra y siniestra. Por donde pasaba, la moral de los soldados florecía, su luz los iluminaba, recuperaban sus ganas de vivir, de luchar por su tierra. Detenían momentáneamente el avance de la oscuridad, pero el muro era grande, y los demonios eran muchos. Las defensas comenzaron a ceder, los muros empezaron a derrumbarse.

Enloquecido de rabia ante el avance, su hermano empuño el arco que el mismo había construido. Cargado de flechas barbadas comenzó a disparar una metralla de andanadas a la creciente oleada de oscuridad. Sus flechas eran desesperadas, llenas de cólera y alcanzaban a los demonios y a los aldeanos por igual.

La puerta principal estaba sosteniendo el mayor ataque. Miles de demonios intentaban trepar los muros y eran detenidos parte por las flechas, parte por las espadas, parte por el espíritu de la gente de la aldea. Cuando la puerta finalmente cedió, por sobre encima del clamor de la batalla, se escuchó un tronar ensordecedor y detrás de las rocas quemadas y la madera astillada, el mayor demonio que jamás habían visto en su vida se dejó ver.

Negro, aún más negro que la niebla que cubría el horizonte, debajo de dos cuernos puntiagudos, asomaba su fétida cabeza, cubierta por la sangre de sus víctimas, su cuerpo estaba envuelto en un fuego que quemaba pero no iluminaba, blandía una enorme hoz con la que segaba la vida de todo lo que se cruzara a su paso. Los soldados trataron en vano de hacerle frente, cayeron sin ofrecer casi resistencia. Dejando un rastro de destrucción a su paso el demonio miro con ojos fríos al padre de los hermanos. Iba a comer su corazón.

Todavía defendiendo los muros, el paladín se lanzó a la carga en un acto desesperado. Su enorme escudo desvió el ataque del poderoso demonio dirigido al corazón de su padre, lanzó una estocada que alcanzó la pierna del enorme monstruo haciéndolo caer de rodillas, babeando y maldiciendo él ser observó como el guerrero levantaba su espada, clamando justicia por los caídos.

Y en ese momento lo alcanzó. Un dolor agudo que quemaba como fuego le aguijoneó la espalda. En un movimiento instintivo giró sus pies para enfrentar al nuevo atacante y la vio. ¿Su amiga? Con el cuerpo cubierto por una túnica y capucha violeta, la katana enfundada y dos dagas ponzoñosas por armas, aquella que una vez entrenara con él se encontraba enfrente suyo. Su mano, aún abierta, recién había soltado la daga que le asomaba por la herida.

El segundo aguijonazo lo alcanzo en el pecho, muy cerca del corazón. La herida abierta chorreaba un líquido verde, espeso y el más intenso dolor que alguna vez había sentido invadió todo su cuerpo. Su fuerza lo abandonaba. El mundo se desvanecía a su alrededor. ¡La aldea! ¡Tenía que defender la aldea! Debía renovar sus fuerzas, encontrar algo para seguir, pero ¿de dónde? ¿¿De dónde??
Furia.
La ira consumió su alma y con toda la violencia que fue capaz de reunir lanzó un golpe con la parte plana de su espada a la que una vez había sido su amiga. El golpe la tomó por sorpresa, rebasando su guardia, y alcanzó su costado con un ímpetu tal que la hizo trastabillar. Su grito sordo ahogo el sonido de los huesos al quebrarse y escupiendo sangre se esfumó en la oscuridad.

Sabía lo que hacía. Había buscado energías en lo más oscuro de su corazón y las había encontrado. La ira había dado al una vez paladín la fuerza necesaria para seguir viviendo, pero le había costado caro. Ella le había asestado un golpe del que nunca podría recuperarse del todo. Su escudo se quebró en dos, cayendo de su brazo, su brillante armadura se convirtió en cenizas y se esfumó, esparcida por los cuatro vientos. Lo único que le quedaba era su fulgurante espada.
Lleno de odio y cólera embistió contra las huestes demoniacas. Mató demonios por cientos, caían cercenadas sus cabezas de sus cuerpos, amputados, mutilados, malheridos, tal era el ímpetu de su furia que incluso los hizo retroceder de miedo. A sus enemigos y a sus amigos.

Enloquecido por su sed de sangre atacó sin control. ¡Lo había olvidado! ¡El gran demonio! Girándose para enfrentarlo, observó mientras la bestia arrancaba el corazón de su padre. En un grito desesperado lanzó una furiosa retahíla de espadazos agujereando la carne del monstruo. Pero ya era tarde. El mal estaba hecho. Su padre yacía muerto. Golpeando al demonio hasta convertirlo en una pulpa deforme de sangre y tripas acabó con su vida. El monstruo murió ahogando carcajadas entre gorgoteos de sangre.

Todo había terminado. La aldea había sido destruida. Los aldeanos yacían regados por doquier. Abandonó para nunca regresar el lugar que lo vio crecer. Ya no había nada para el ahí.

Solo su hermano permanece entre las ruinas, merodeando, deambulando, buscando encontrar vida en donde una vez la hubo.